Llevo relativamente poco tiempo en este universo, pero me tiene fascinado. Quizá pecaría de vanidoso si dijera que no se me da nada mal la cocina, pero es así. Y he entrado en este nuevo mundo gastronómico y cultural por la puerta grande, a toda velocidad, sin mirar atrás. Se podría afirmar que ésa no es la mejor manera ni la más sensata de iniciar un viaje, pero así ha sido. Uno de los requisitos para que seas bueno en algo es que disfrutes con ello. No es una garantía de éxito, pero quizá sea el mejor paso para hacer algo interesante. Eso seguro. Pues bien, en la cocina me siento de maravilla, desde que uno empieza ayudando a su madre en tareas sencillas hasta que finalmente se percata de que puede afrontar casi cualquier reto culinario si dispone del material necesario para ello (incluso sin él, qué demonios).
Hace ya casi un año que no entraba carne en mi hogar que no fuera para el disfrute de mi familia felina, pero hasta hace un par de meses no me había percatado del cambio que se estaba operando en mi organismo. ¡Y qué cambio! ¡Qué revolución! Sumido como estuve en la dieta omnívora, acabé por perder el interés por la cocina. Quizá fuera el hecho de que cocinar sólo para uno mismo no me resultara gratificante. Pero sea como fuere, el caso es que dejé de sentir esa chispa interior al abrir la nevera con una interrogación en la mente, esgrimir un cuchillo o percibir el borboteo del aceite de oliva virgen goteando desde su botella.
Pero remontémonos un poco más en el tiempo y acudamos a la época en que criticaba con denuedo la postura vegetariana, y ya no digamos la vegana, con el argumento de que los seres humanos tenemos situados los ojos como los predadores, esto es, en la parte frontal de nuestra cabeza; con ese argumento justificaba el hecho de que debiéramos alimentarnos, por tanto, de la caza de cualquier presa potencial que se nos pusiera a tiro. También, me bastaba una mirada rápida a nuestra dentadura de homo sapiens para dilucidar que estábamos preparados para dar buena cuenta de casi cualquier alimento que se nos antojase.
¿Qué ha pasado entonces? ¿Me he vuelto loco? Posiblemente, pero principalmente he enloquecido de contento. ¿Qué me ha llevado a embarcarme en este modo de vida? Lo primero ha sido la salud. Veo fundamental llevar una alimentación sana. Lo segundo, los animalicos, pobrecitos ellos. No voy a entrar a discutir aquí acerca de si estos motivos bastan para abandonar los productos de origen animal o no. No quiero hacer proselitismo de ningún tipo. A mí me bastan y me sobran. Me siento de maravilla con esta nueva vida y eso es más que suficiente. Lo que sí quiero decir es que vuelvo a disfrutar con la cocina como hacía años que no lo hacía. Es como volver atrás en el tiempo, es recuperar la capacidad de extrañamiento infantil, es que todo resulta nuevo y fascinante. Hay un mundo ahí afuera por descubrir y cada día disfruto más y más de lo que encuentro a mi paso por él. Como todo tiene un fin, este motivo es el más perecedero de los tres que he esgrimido como artífices del cambio. Lo sé. Pero mientras dure, bienvenido sea...